El desierto

                                                      Para Ester Rabasco,          
                                                      porque sabe leer la poesía

Ese desierto que se abre ante nosotros
con la lóbrega luz del invierno,
con la desesperación de un verano
que no acaba de morir,
con la amargura de la ausencia,
la violencia de la arena,
el rastro borrado de la huella,
con los labios quietos y quebrados,
ese desierto guarda entre sus infinitos granos
la semilla de una flor que cada tanto
hiere el lunático paisaje
y la esperanza de que un día
tras la línea amanezca el mar.

Arena sin mar

La sal acercó el estoque al letargo.
Mi llaga labrada esa noche
anidó en los robles del barco.
Caminé por arenas sin mar
que dejaron sangre
en cada latido de mis dedos.
Hundí mis pies en barros
de besos sin amantes.
Contemplé el gesto voraz,
la certeza del que ignora
y la imbecilidad orgullosa del ministro.
Si nunca supliqué
no fue por valentía:
siempre supe que sería en vano.

Instantes

Lejos la voz se apaga
y alguien pisa el camino de la flor.
El grito abreva en la distancia
mientras el silencio vuelve.
Los pasos en la arena
aceleran el reloj
del hombre que cuelga su mirada
en el trapo del mástil putrefacto.
Cuando el lago caiga en la llovizna
el pez boqueará
contra la puerta sin marco.

Sombras y poemas

A mi amigo Javier Solé

El cristal de una perpetua sombra
tiñe la mirada
con el color del hueco.
A veces, cuando el tormento
mastica horas y distancias,
el poeta deja de vivir la muerte
porque entra a otra verdad.
Pero en un pan,
en un libro,
en la ropa de una muñeca de trapo
o en el vacío que lleva anclado su nombre
ella vuelve
mientras los poemas
florecen en la arena que inunda
el latir de lo que nunca
hará brotar la sangre.

La última mirada

Si hubo una última mirada
cubrió tus ojos con el recuerdo
de las horas del domingo,
con el olor de los pinos en la arena
y con el canto de voces
que hacían la historia
en vorágines de libros y combates.
Si hubo una última mirada
viste a papá sonriendo en la penumbra
como sólo lo hacen algunos moribundos,
susurrándote su amor entre los años.
Si hubo una última mirada
en ella estaba Pablo
con su asombro, su miedo y su tristeza.

Yo sentí que el relato volvía a desgranarse
al no ver tus pasos hacia la mancha oscura.
Pero ojalá oyeras de mis labios secos
las notas lejanas de esa canción en idish
en la que sería tu última mirada.

La mujer de mi poema

En esta tarde que respira la nostalgia
de un otoño extraviado entre azahares
quisiera escribirte algún poema.
Un poema sencillo,
que hable de ti
con la voz queda de la gente humilde.
Pero jamás he visto
tus pies descalzos en la arena
y no te he oído
cuando llamas por su nombre a las avispas
y no sé del perfume de tus pechos
ni cómo guardas las mentiras en pañuelos.
Nunca te he preguntado
si lees en la cama
o si prefieres el güisqui a las canicas.
No te conozco.
No sé si estás, si ya te has muerto
o si has nacido.
Tendré que inventarte un día de estos
y así poder escribir este poema.

Mujer en la playa

Aún adormecido
el reflejo del sílice
tiene la playa
un secreto de foto antigua.
Desierta.
Sin brisa.
Quieta.
El mar se empeña en arrullar la arena
y deja un manto de espuma tenue.
Sentada ante la línea inmóvil
una mujer sola
desafía al tiempo
y escribe, despacio,
la vieja carta:
“Otro mar
borra mis pasos en la arena”.

 

Del poemario «El libro y el poeta»

 

Las olas

Desnudo al atardecer
cuento las olas,
las clasifico.
Hay una que sube callada,
otra que quiso ser
y aquella que ahoga un recuerdo
entre la sal y la espuma.
Camino mi desorden por la arena que mojan
y espero a que una se lleve el silencio
al secreto abismo que las crea.