La hora ocre

En otoño es la hora en que la tarde comienza a hacerse ocre. Él se sienta en el banco que descansa bajo el plátano grande. La plaza lo ve llegar con el termo, el mate y los bizcochitos que compra en la panadería más vieja del barrio, la de los muebles modernistas. Le gusta ver jugar a los niños en los columpios cuando salen del colegio. Ellos suben y bajan y él los mira mientras teje recuerdos. Como en los sueños las imágenes se aceleran, cambian de color y él es uno de esos niños cuando eran pibes con guardapolvos blancos.

La mamá de una niña que se llama Sara casi siempre se sienta en silencio a su lado. Es una señora que parece estar más triste que él. Y más sola. Una tarde ella susurra: «Mi compañera era uruguaya y también tomaba mate». Él le ceba uno y ella dibuja una pequeña sonrisa en su labio inferior.

Desde aquel día él comienza a esperar la hora ocre de la tarde no sólo para encontrarse con sus recuerdos.

Ella se sienta a su lado dibujando la pequeña sonrisa y coge el mate que él le ceba. Sara sale del colegio, los saluda y se va a los columpios. Hablan poco y cada vez con menos pena. Hasta los tiempos se acomodan bien: el mate comienza a aguarse y estar frío cuando llega el momento de volver a casa.

Meses después ambos piensan que la felicidad no es más que las pequeñas tristezas que se esfuman.

 

A Videla

No dará vida a sus víctimas
la muerte del verdugo.
Pero alegra y tranquiliza
saber que hoy
sopla más limpio el aire.
Ahora lo que queda
de tus carnes asesinas
se pudrirá en el estiércol
de lo que fue tu vida.
La tierra sabrá absorber
la ponzoña que rezumas.
Y sólo los gusanos sentirán placer
al acercarse a tu inmunda pestilencia.

Las huellas

La vieja foto
del rostro que no envejece
vuelve cada tarde
a la mirada opaca.
El gesto escondido en la ceniza
olvidó la mano que encendiera el fuego.

Un sueño desanda el camino
donde palpitan los perfiles
y las sombras.
Son huesos que esperan
el dolor de la memoria,
el fin del anhelo que tortura,
la sepultura que los devuelva a nuestra vida.

La mano de mi padre

Sobrevive la figura de mi padre
en la oscuridad
de un horizonte devastado.
Borrosa. Lejana.
Empañada por el llanto
y un camino hacia el vacío.
Mirando alejarse al mensajero
que busca el faro.
Evoco su figura triste,
ahogada la alegría
en la vuelta imposible.
Y este punzante don del recuerdo
trae su mano abierta,
curtida en la magia del vivir,
como si fuera la mía.

En las tardes oscuras de mi otoño
la cálida mano de mi padre
sigue diciendo adiós
desde los muelles.

La tía Fanny

A Fanny Edelman

Me hablaba de edificios,
calles que existían,
batallas
y señores que lucharon en batallas.
Me hablaba de reuniones,
de poetas que pelearon versos,
de heridos y de héroes mudos.
Y yo escuchaba
como el niño
que fui en mis recuerdos.

Ahora,
por mucho que la imagen de la charla,
el té humeante y su sonrisa
vuelvan sin descanso
a mis ritos cotidianos
otro hueco oscuro
se ha adueñado de mi centro.
Esta vez
es la voz de su relato la que falta.

No estás

Felipe Caridi fue secuestrado por la dictadura militar argentina en un bar del barrio de Almagro, en Buenos Aires, el 22 de noviembre de 1976. Tenía 32 años.
Fuimos amigos de Felipe Caridi desde que nos conocimos en la Facultad de Medicina. El Tano se hace presente cada día en nuestra memoria. Se aparece juntando caracoles, diciendo que era del taco de la bota, cocinando con lo que hubiera, hablando con nuestras madres de las plantas del balcón. Y sobre todo viviendo en la eterna solidaridad, en la coherencia militante que selló cada uno de los actos de su vida.

No estás

A Felipe Caridi

El torvo silencio que abunda
en las perdidas tardes
me anda como tus pasos en los míos.
Hay un otoño eterno
en el cetrino recuerdo de la historia muerta.
No sé qué hacer con la idea,
con la broma o la cocina.
No sé qué hacer
con el fruto que me da el cerezo,
con el libro o la distancia.
Tú no estás
y caminamos perdidos entre los robles truncos,
entre albahacas que no huelen,
entre adelfas mustias.

No tiene sentido amar.
Y el odiar no existe.
Sin embargo despertamos cada día
y amamos y odiamos en los minutos densos.
Y todo vuelve a parecer normal
como la senda que vaga el luto,
como el duelo que ronda en la mañana,
como la pena del que queda vivo.

Rutina

Por la tarde,
al volver a casa,
frota con esmero sus zapatos
en la alfombrilla de la entrada de su hogar.
Cuelga su chaqueta y su gorra en el perchero
y repite la diligente e inútil rutina
de lavar sus manos bajo un chorro de agua
que nunca alcanza a blanquear sus estigmas.
(Bajo la piel
lleva incrustados
los gritos del último suplicio.)
Luego besa a su consorte,
mira al bebé
que robó de las entrañas
de una mujer que ahora
sólo existe en la huella asesinada
y se sienta a mirar
las noticias en la tele
con un blend en la mano.

Tengo un amigo

Para Ariel en sus 60 septiembres

Lleva barba,
una sonrisa
y a veces se pone profundo.
Compartimos el jazmín de La Lucila,
las arenas de la Villa,
un campamento en San Pedro,
novias que no tuvimos,
el folklore, la clásica
y modelos que se arman
en las nubes de palabras.

Lleva una huella
que aún sangra
en las batallas
entre memorias y olvidos.
Compartimos la oscuridad de un silencio,
el mismo chivato ruin,
la eternidad de su encierro
los dos días del mío,
el miedo, la penumbra, la agonía.

Cruzó el agua
en un arca de Noé
y nos vimos en días inciertos,
sin soles, sin lunas.
Compartimos la certeza
de los hijos del destierro,
las jarcias en la barcaza,
la sorpresa, el desafío.

Cada tanto,
cuando el mar se seca y lo salvamos,
el desconchado espejo
del café de un puerto ausente
nos ve charlar de lo que fue,
lo que quisimos,
lo que murió sin ser
y lo que nace del relato que escribimos.