Cuánto amor derrochado junto a las pequeñas formas oscuras y antiguas que pronto serán el dolor del fuego.
Sé que nunca podré luchar con la desazón de saberte muerta ni con los duendes que atrapan las aves nocturnas. Los dioses que maté anidan en las tripas de un colibrí.
En mis desvelos tras el telón oscuro dejo volar el sabor de los refranes, las palabras que hieren la hierba y la mano que un día derramó la sangre.
Indiferentes a la mirada, con el desorden de una vieja película muda se empeñan en acudir a la verdad. Entonces la casa que miraba a las vías del tren tiende la mano al lago y los patos se acercan al pequeño muelle donde el niño intenta pescar creyendo que ya no es niño. La serpiente escondida entre los troncos recuerda su cabeza cortada y el puente cobija la visita de las risas y los planes. Todo se vuelve arco iris mientras espero que las palabras lleguen para escribir el poema que dibuje un olor de eucaliptus al borde de la acequia a donde el perro asistía puntual y riendo. Tal vez usted no sepa que los perros ríen y el eucaliptus vigila los únicos barcos que navegan por el hilo de agua. Tal vez usted no sepa que si cierro los ojos veo las luces de la ciudad de la otra orilla y también las luces de los ojos que miran conmigo las luces de la ciudad de la otra orilla. Y luego el alba se escapa de nuestras manos y ellas quedan solas con sus caricias. Sigo esperando las palabras de los versos que recuerden los caminos del sur, el puerto con casas de madera y una cabalgata en la arena con la muchacha que hubiera querido amar. Pero usted no sabe el color que tenía la tranquera y tampoco el del trigal. Me senté un día a su vera esperando un amanecer que nunca llegó. El fuego se hizo cargo del desaliento y la razón y fue entonces cuando renunciamos a la súplica. En el cielo quedó pintada la noche del rocío y el grillo. No llegaron las palabras y usted tal vez nunca lo supo.
Los años lo habían llenado de canas, arrugas y evidencias. En las tardes junto al río le daba por recordar. Amaba ese verbo como antes había amado al verbo amar. Se sentaba siempre en la misma piedra y comenzaba a contar peces. Cuando la cuenta se perdía entre el serpenteante ir y venir de los bichos y las aguas, él comenzaba a oír la llegada de los primeros recuerdos. Siempre venían de la mano de Analía quien en su otra mano llevaba el ramo de flores silvestres que él le regalara bajo el frío de los brotes del cerezo. La noche lo encontraba hablando con ella y los tres amigos que siempre tuvo. Sabía que después de la noche el amanecer le haría sufrir el dolor de estar solo, agotado ya de tanto recordar. Entonces llegaba el sueño y un par de horas después despertaba para esperar la tarde, la piedra y el río.
Suena el miedo
en la bondad de la nota
y entre las olas de un mar roto
ahoga escaleras, alacranes
y el dolor
que deja su huella en las maderas.
Quiero enfrentarme a la desidia del charco
pero la fiebre arrincona el movimiento.
Con las luces del circo
llega el espanto
y un tormento anclado en las cuerdas.
La angustia camina
sobre la marca que dejó en la piedra
y sabe que la noche
no alcanza para el silencio.
Sólo hay esbozos de una victoria.
“Me detendré a llorar por los ausentes”
Pablo Milanés
Nunca volvemos
a pisar las mismas calles.
Ya no está la boca
donde desapareció la tortuga
ni el caballo de la calesita
durmiendo en el baldío
ni el muro con madreselvas
y una pintada en la que amabas a Amanda.
Sin embargo están los rincones
y a ellos volvemos a llorar por los ausentes
con la mirada lejana,
las cunetas en la piel
y el libro que nunca se quemó.
Queremos preguntar
por los fusiles, los hermanos,
las patrias, los traidores,
por quiénes somos
y quiénes dejamos de ser
cuando no nos tocó morir.
Pero la voz nos fue robada
y la palabra dejó un hueco
que llenamos de destierro
en esa noche
de descargas y temblores.
El hombre empuña
un manojo de verbos vírgenes
cuando el campo llama
a la reja y el dental.
Mira con ojos de otoño
la gleba que perdura
desafiando a la gota.
Recuerda el refugio del árbol
y la muerte del potro
bajo el fulgor que acabó con la noche.
Anhela la palabra que diga
ese dolor en la imagen
de una mujer que lo amó.
El hombre espera
la ráfaga de silencio
que consuele al gesto
del último deseo sin cumplir.