Siempre los mismos

Es él. Lo conozco. ¡Y tanto que lo conozco! Ese día de enero de 1941 estaba acompañado de otros soldados. Pero no lucía ropa azul ni casco ni escudo. Vestía un uniforme gris. Me ordenó subir a un tren que me llevó a un infierno con olor a carne quemada y rodeado de alambre de espino.

Años más tarde, empujó a un joven por una ventana de Laietana mientras a mí me torturaban en la misma habitación.

Luego lo vi en Vietnam. Llevaba ropa de color verde oliva. Era el que me encerró en una jaula y cada noche me colocaba agujas debajo de las uñas.

En Buenos Aires iba con ropa de civil. Todos iban de civil. Me obligó a subir a un Falcon y comenzó a golpearme. Y luego siguió en la comisaría. Con más saña. Mucha más. Muchísima más. Picana elécrica, submarino, simulacros de fusilamiento.

Y ahora, tantos años después, lo veo exactamente igual. Con la prepotencia del imbécil, la que surge de la fuerza bruta. Demostrando lo bien que aprendió las lecciones de la academia: reprimir, torturar, golpear, matar. Pero esta vez ejerciendo sus dominios en las calles de Madrid, chuleando con la valentía que le da un arma y el estar rodeado de bestias como él frente a gente desarmada, ancianos, mujeres, jóvenes que piden la devolución de lo que les han robado.