Letras, silencios y palabras

Nadie escribió las memorias
de los grillos que agotan su canto
después de los fuegos de la tarde.
Solo hay cubos llenos de días,
de versos, de lugares.
Y de silencios de serpientes.
Las letras no pronuncian
el nombre de los hijos muertos
en las guerras de otros.
Un bicho dormita en las palabras
que anuncian ciénagas y barros.
Solo queda hablar de las magnolias
cuando en verano muera su perfume.

El final del poema

Allí donde aún flota su perfume
pasan las horas de un poema
que espera en silencio el verso final.
Ella cantaba la canción de un trovador
que murió con la sombra de la acacia.
Cansados del camino
sus pies jugaban a ser alas de calandria
y las manos rozaban alboradas.
Hoy son otros
los ojos que acarician su mirada
y por el puente
se desliza su esbozo hacia el recuerdo.

La castanyera

La castanyera que había en mi pueblo cuando llegué hace casi cuarenta años, era una señora que tenía unos cuantos castaños y los cosechaba para asar los frutos durante el otoño. En general los consumía antes de que terminara la temporada y entonces compraba los que necesitaba. El oficio de torrar castanyes era una pequeña ayuda en su dura vida de pagesa que compartía con su marido desde que ambos eran muy jóvenes. Murió hace unos años con 95 noviembres a sus espaldas, encorvada más por la azada que por los noviembres. Estuvimos sin castanyera en el pueblo durante dos años hasta que varios amigos convencimos a Margarita de que aprovechara el otoño para vender castañas y así tener una faena extra que no le vendría nada mal. Margarita vende ahora castañas y boniatos como siempre se ha hecho y también mazorcas de maíz, como nunca se ha hecho. Y entre el humo del lento fuego que ahora tiene un nuevo perfume, se la oye cantar muy suave:
«De ti nací y a ti vuelvo,
arcilla, vaso de barro.
Con mi muerte yazgo en ti,
en tu polvo enamorado.»

Mis nietos saben que cuando llega el otoño, la tradición es comer castañas, boniatos… y choclos. Les encantan. Ellos respetan la tradición.

La mujer de mi poema

En esta tarde que respira la nostalgia
de un otoño extraviado entre azahares
quisiera escribirte algún poema.
Un poema sencillo,
que hable de ti
con la voz queda de la gente humilde.
Pero jamás he visto
tus pies descalzos en la arena
y no te he oído
cuando llamas por su nombre a las avispas
y no sé del perfume de tus pechos
ni cómo guardas las mentiras en pañuelos.
Nunca te he preguntado
si lees en la cama
o si prefieres el güisqui a las canicas.
No te conozco.
No sé si estás, si ya te has muerto
o si has nacido.
Tendré que inventarte un día de estos
y así poder escribir este poema.

El caballo muerto

Cuando el sol insinúa
la pequeña despedida
pasa un carro lento
por los fatigados adoquines
al ritmo de los cascos y las ruedas.
Detrás
el bastidor soporta
la triste carga del caballo muerto
que encamina su silencio
al perfume del jabón.