Presencias

Cada tanto las presencias
despiertan de letargos mentirosos.
Al llegar a una esquina
el andar indolente
queda suspendido en un gesto de alerta.

Un olor a pintura
reconstruye la imagen de la casa nueva
con paredes blancas,
libros, fotos, afiches,
una red de pescadores teñida con té
y la ternura que siempre perdía
jugando a la escondida.

Súbitamente
todo se oscurece.
Ellos entran con el colmillo de la muerte.
Las paredes se visten
con el tufo del espanto.
El refugio muere
y la casa queda hueca de nosotros.

¿Quién pisa ahora
las huellas de ese amor
que palpitaba en los rincones?

Coronación

La brisa mueve
los envoltorios y los peinados.
Agita también los banderines grises
pues la ocasión no permite los colores.
Los lujosos coches pasean lentamente
su selecta carga impuesta.
Hay palabras que un poeta nunca escribe.
Se escuchan con devoción.
Son suaves, estudiadas,
a veces esdrújulas.
Y tras cada frase
un crítico avezado
interpreta las nadas
y las llena con vacíos.
Ya que estamos
bien como estamos
la voz nos promete seguir eternamente.

A Videla

No dará vida a sus víctimas
la muerte del verdugo.
Pero alegra y tranquiliza
saber que hoy
sopla más limpio el aire.
Ahora lo que queda
de tus carnes asesinas
se pudrirá en el estiércol
de lo que fue tu vida.
La tierra sabrá absorber
la ponzoña que rezumas.
Y sólo los gusanos sentirán placer
al acercarse a tu inmunda pestilencia.

Las huellas

La vieja foto
del rostro que no envejece
vuelve cada tarde
a la mirada opaca.
El gesto escondido en la ceniza
olvidó la mano que encendiera el fuego.

Un sueño desanda el camino
donde palpitan los perfiles
y las sombras.
Son huesos que esperan
el dolor de la memoria,
el fin del anhelo que tortura,
la sepultura que los devuelva a nuestra vida.

Siempre los mismos

Es él. Lo conozco. ¡Y tanto que lo conozco! Ese día de enero de 1941 estaba acompañado de otros soldados. Pero no lucía ropa azul ni casco ni escudo. Vestía un uniforme gris. Me ordenó subir a un tren que me llevó a un infierno con olor a carne quemada y rodeado de alambre de espino.

Años más tarde, empujó a un joven por una ventana de Laietana mientras a mí me torturaban en la misma habitación.

Luego lo vi en Vietnam. Llevaba ropa de color verde oliva. Era el que me encerró en una jaula y cada noche me colocaba agujas debajo de las uñas.

En Buenos Aires iba con ropa de civil. Todos iban de civil. Me obligó a subir a un Falcon y comenzó a golpearme. Y luego siguió en la comisaría. Con más saña. Mucha más. Muchísima más. Picana elécrica, submarino, simulacros de fusilamiento.

Y ahora, tantos años después, lo veo exactamente igual. Con la prepotencia del imbécil, la que surge de la fuerza bruta. Demostrando lo bien que aprendió las lecciones de la academia: reprimir, torturar, golpear, matar. Pero esta vez ejerciendo sus dominios en las calles de Madrid, chuleando con la valentía que le da un arma y el estar rodeado de bestias como él frente a gente desarmada, ancianos, mujeres, jóvenes que piden la devolución de lo que les han robado.

La tía Fanny

A Fanny Edelman

Me hablaba de edificios,
calles que existían,
batallas
y señores que lucharon en batallas.
Me hablaba de reuniones,
de poetas que pelearon versos,
de heridos y de héroes mudos.
Y yo escuchaba
como el niño
que fui en mis recuerdos.

Ahora,
por mucho que la imagen de la charla,
el té humeante y su sonrisa
vuelvan sin descanso
a mis ritos cotidianos
otro hueco oscuro
se ha adueñado de mi centro.
Esta vez
es la voz de su relato la que falta.

No estás

Felipe Caridi fue secuestrado por la dictadura militar argentina en un bar del barrio de Almagro, en Buenos Aires, el 22 de noviembre de 1976. Tenía 32 años.
Fuimos amigos de Felipe Caridi desde que nos conocimos en la Facultad de Medicina. El Tano se hace presente cada día en nuestra memoria. Se aparece juntando caracoles, diciendo que era del taco de la bota, cocinando con lo que hubiera, hablando con nuestras madres de las plantas del balcón. Y sobre todo viviendo en la eterna solidaridad, en la coherencia militante que selló cada uno de los actos de su vida.

No estás

A Felipe Caridi

El torvo silencio que abunda
en las perdidas tardes
me anda como tus pasos en los míos.
Hay un otoño eterno
en el cetrino recuerdo de la historia muerta.
No sé qué hacer con la idea,
con la broma o la cocina.
No sé qué hacer
con el fruto que me da el cerezo,
con el libro o la distancia.
Tú no estás
y caminamos perdidos entre los robles truncos,
entre albahacas que no huelen,
entre adelfas mustias.

No tiene sentido amar.
Y el odiar no existe.
Sin embargo despertamos cada día
y amamos y odiamos en los minutos densos.
Y todo vuelve a parecer normal
como la senda que vaga el luto,
como el duelo que ronda en la mañana,
como la pena del que queda vivo.

Rutina

Por la tarde,
al volver a casa,
frota con esmero sus zapatos
en la alfombrilla de la entrada de su hogar.
Cuelga su chaqueta y su gorra en el perchero
y repite la diligente e inútil rutina
de lavar sus manos bajo un chorro de agua
que nunca alcanza a blanquear sus estigmas.
(Bajo la piel
lleva incrustados
los gritos del último suplicio.)
Luego besa a su consorte,
mira al bebé
que robó de las entrañas
de una mujer que ahora
sólo existe en la huella asesinada
y se sienta a mirar
las noticias en la tele
con un blend en la mano.

Tengo un amigo

Para Ariel en sus 60 septiembres

Lleva barba,
una sonrisa
y a veces se pone profundo.
Compartimos el jazmín de La Lucila,
las arenas de la Villa,
un campamento en San Pedro,
novias que no tuvimos,
el folklore, la clásica
y modelos que se arman
en las nubes de palabras.

Lleva una huella
que aún sangra
en las batallas
entre memorias y olvidos.
Compartimos la oscuridad de un silencio,
el mismo chivato ruin,
la eternidad de su encierro
los dos días del mío,
el miedo, la penumbra, la agonía.

Cruzó el agua
en un arca de Noé
y nos vimos en días inciertos,
sin soles, sin lunas.
Compartimos la certeza
de los hijos del destierro,
las jarcias en la barcaza,
la sorpresa, el desafío.

Cada tanto,
cuando el mar se seca y lo salvamos,
el desconchado espejo
del café de un puerto ausente
nos ve charlar de lo que fue,
lo que quisimos,
lo que murió sin ser
y lo que nace del relato que escribimos.


Se van

En octubre del 2009 murió Santiago Mellibovsky.  Santiago y Matilde, su esposa, lucharon durante más de 30 años por encontrar a su hija Graciela, secuestrada desaparecida por la última dictadura argentina. Conocí a Santiago y Matilde cuando yo era chiquito y jugaba con su hijo Leo. Eran amigos de mis padres. Luego, como suele decirse, la vida nos llevó por distintos caminos y dejamos de vernos. Nos reencontramos aquí, en Barcelona, cuando Liliana y Leo llegaron de la Argentina integrando la tropa del duro exilio. Se ve que la vida no nos había llevado por caminos tan distintos…
Unos días después de la muerte de Santiago escribí este poema.

Se van

A Santiago Mellibovsky, in memoriam

Se van
cansados, con bronca,
las manos vacías,
la tristeza instalada en miradas que buscan
en los pozos del tiempo,
en la náusea, el aullido,
en los fondos del mar gris.

Se van
con la boca seca de gritar el nombre,
sólo con el recuerdo,
con la foto,
un cuaderno,
la sonrisa,
el guardapolvo,
el muñeco que despide la niñez.
Y a veces un poema.

Se van
rotos;
arrastran los pies por un camino amargo
sembrado de astillas,
de huellas perdidas,
rojas, borradas.
Arrastran los pies por la vejez deshecha,
por la esperanza,
por el eterno girar.

Se van.
Ya se van.
Se están yendo
y somos nosotros los tristes,
los solos, los mudos,
los que no sabemos,
los que no podemos decirles adiós.
Nos miramos sin vernos
en el hueco del ojo vacío,
en la mudez de la boca yerma,
en la limosna que no se da,
en el hijo que no nació,
en el mapa con fronteras de alambre de espino,
en el óxido del barco hundido,
en la paz que no viene
porque ya ha muerto en la espera atroz.