Ladrillo a ladrillo

Es una nube
ligera,
suave,
que a veces teje tormentas
en el rincón donde el día se evapora.

Un asiento
en el tren de los viajes imposibles
junto al muñeco
de la historia que no acaba.

Un portal dibujado al mediodía
por aromas a cazuelas,
a pan caliente,
y por juegos que se pierden en los años

Una línea
que camina despareja
entre lugares amados.

Un canto
que nos habló de proezas
y de libros que volaron.

Una esperanza
entre vacíos de espanto
y la sed que no se agota.

Un plato humeante
en la mesa extraña.

Y un dardo clavado en el anhelo.

Mi pueblo cambia
su ropa de entrecasa
cada vez que la noche
llega con su capa de marino
y una carta en sus manos temblorosas.

El libro y el poeta

Un libro espera la llamada del poeta.
La hoja blanca,
un suave olor a papel nuevo
y un lomo que se encorva ante la idea.
La tapa abre su ilusión
al caminante de palabras.
La palma quieta
niega al recuerdo la escritura.
La letra ha muerto en el empeño
de trepar por los peldaños de papel.
Errante,
la mano se agita entre las plumas,
mira el verbo que no existe
y dice que descansa
de un viaje al infinito.

Amores imposibles

Esperando al tren que nunca llega
surgen de pronto
con la cita del sábado a la noche,
la del pelo tieso,
calcetín azul,
mocasín lustrado,
pantalón de estreno
y esa mágica colonia
que triunfa sobre todos los temblores.

Vienen disfrazados de bondad,
encerrados en cajitas con palabras
y algún pétalo agotado
que vivió en la flor que no se dieron.

Caminan por las orillas mudas
de paseos que terminan contra el tiempo,
entre luces que se encienden y se apagan.
Cuentan y oyen historias de familia,
sublimes
o bobas
o distantes.

Y luego se van,
si es que llegaron,
en los brazos de memorias mentirosas,
en los grises de relojes que funcionan,
y en las manos de un tiempo con heridas.