Las palabras mordían rincones de leyendas y mientras tanto tú mirabas el poema. Ellas eran el dibujo de los bosques, el canto de pájaros nocturnos, la miel en colmenas yermas. Pero tú mirabas el poema cuando volaban las cenizas y las flores, los niños olvidaban el camino, había amantes tras los muros que el tiempo derrumbaba y pequeñas lagunas encerradas.
Entonces tu mirada era la voz que verso a verso murmuraba las palabras del poema.
Vivió en la madera y en los labios de la orilla. Amó los rincones pintados de distancias, el color de los lagartos dormidos y ese sol que castigaba la laguna. Y luego por la línea que labraba el horizonte caminó sin saber la noche y su infinito.
Déjelo tal cual, señora. Ya está bien así. Siéntese, y mire el aletear de la calandria o las hojas que va perdiendo el roble o simplemente esa nada interminable que dibuja el horizonte. Y escriba, señora, escriba los versos que han brotado entre hilos, baldosas y cocidos. Y camine, señora, camine suavemente por la vera del río. Camine descalza y que el lodo acaricie sus pies. Convenza a sus vecinas de que se unan a su viaje y dejen todo como está que ya está bien, señoras. Y así, poco a poco sin la prisa que marcó sus vidas acérquense a mirar el otoño en un ocaso, la cola de la estrella fugaz y cómo pasan sin mandato los lentos minutos de los días.
Sobre la pantalla negra el blanco de la letra parece un nacimiento. Aunque hable de muerte o la recuerde. Sobre la pantalla negra el blanco de la letra me deja solo con el verso que pasea por un patio de palabras.
Nadie escribió las memorias de los grillos que agotan su canto después de los fuegos de la tarde. Solo hay cubos llenos de días, de versos, de lugares. Y de silencios de serpientes. Las letras no pronuncian el nombre de los hijos muertos en las guerras de otros. Un bicho dormita en las palabras que anuncian ciénagas y barros. Solo queda hablar de las magnolias cuando en verano muera su perfume.
Amparados por las palas, las azadas, los rastrillos y la porfía del aire y de las horas llegan al desierto los quijotes. Allí nadie sabe el color de la serpiente ni la ausente mirada del lagarto. Todo es un páramo que resiste los extremos. La destrucción devoró las paredes de una casa que no puede ser refugio ni de saurios ni de sierpes. Sin embargo continúan llegando los quijotes con su empeño de sembrar en lo imposible.
Cuánto amor derrochado junto a las pequeñas formas oscuras y antiguas que pronto serán el dolor del fuego.
Sé que nunca podré luchar con la desazón de saberte muerta ni con los duendes que atrapan las aves nocturnas. Los dioses que maté anidan en las tripas de un colibrí.
En mis desvelos tras el telón oscuro dejo volar el sabor de los refranes, las palabras que hieren la hierba y la mano que un día derramó la sangre.