Aquella ciudad

Cuando el final
acechaba en las veredas
y los gritos herían los zaguanes
aquella ciudad
fue solo la imagen del patio de un colegio,
de la tiza que dibuja la rayuela,
de un tango que escapó del viejo fuelle.
Allí quedó atrapada
y allí se fue muriendo
mientras otras memorias
comenzaban a acunar al desterrado.

Cierro los ojos

Indiferentes a la mirada,
con el desorden
de una vieja película muda
se empeñan en acudir a la verdad.
Entonces
la casa que miraba a las vías del tren
tiende la mano al lago
y los patos se acercan al pequeño muelle
donde el niño intenta pescar
creyendo que ya no es niño.
La serpiente escondida entre los troncos
recuerda su cabeza cortada
y el puente cobija la visita
de las risas y los planes.
Todo se vuelve arco iris
mientras espero que las palabras lleguen
para escribir el poema que dibuje
un olor de eucaliptus
al borde de la acequia
a donde el perro asistía
puntual
y riendo.
Tal vez usted no sepa
que los perros ríen
y el eucaliptus vigila
los únicos barcos
que navegan por el hilo de agua.
Tal vez usted no sepa
que si cierro los ojos
veo las luces de la ciudad de la otra orilla
y también las luces
de los ojos que miran conmigo
las luces de la ciudad de la otra orilla.
Y luego el alba
se escapa de nuestras manos
y ellas quedan solas con sus caricias.
Sigo esperando las palabras
de los versos que recuerden
los caminos del sur,
el puerto con casas de madera
y una cabalgata en la arena
con la muchacha
que hubiera querido amar.
Pero usted no sabe
el color que tenía la tranquera
y tampoco el del trigal.
Me senté un día a su vera
esperando un amanecer
que nunca llegó.
El fuego se hizo cargo
del desaliento y la razón
y fue entonces cuando renunciamos a la súplica.
En el cielo quedó pintada
la noche del rocío y el grillo.
No llegaron las palabras
y usted tal vez nunca lo supo.

Las artistas

Son bellas y saben jugar al ajedrez.
Toman el café
de algún pequeño lugar del mapa
en tazas de porcelana negra.
Se llaman Ylenay,
o Yerma o Janette.
O simplemente Lola.
Lucen faldas largas
y un colgante africano
que les vendió un señor
que nunca separaba
el trabajo del amar.
A media mañana encienden
sus primeros cigarrillos.
Los disfrutan lentamente
hasta que el filtro
les recuerda la brasa.
Con su voz ronca
beben al mediodía
aperitivos con soda
y a la tarde a veces un cuantró.
Siempre tienen un amigo
con el que hablan del arte,
del placer de las arañas
y de los pocos datos
sobre la existencia de dios.
Con él cenan
a la luz de tres velas
el famoso plato hindú
que aprendieron viajando en los ‘60.
Desayunan con su gata negra
tostadas de panes caseros
con mantequilla y una mermelada
de color violeta oscuro.
Luego caminan a orillas del Sena
o de cualquier río que atraviese una ciudad.
Vuelven a sus casas
a encerrarse en el taller
que huele a piedras
o a pinturas
o a letras
o a trapecios
y en el que suena
una lejana melodía
que las invita a amar.

Desembarco

Buscar la farola
fue el gesto que consumía el tiempo.
La noche en la ciudad extraña
hablaba un idioma sin recuerdos.
Sin embargo
hubo el empedrado
que rompía las ruedas de los carros
y el puerto abrió su olor
al tugurio donde ahora
acude el desmayo del borracho.
Nunca volví a ver
al marinero ciego
que dijo adiós a la última gaviota.
Hoy toca ir hacia otro sur
y aprender el sabor de la distancia.
Rozar el cabo que se afirma en tierra.
Dibujar el verbo.
Aferrar la multitud de memorias
que agonizan tras el abandono.

La llegada

El barco llega al zaguán
de la puerta cancel cerrada.
La vereda acoge
tres valijas de ayeres
y la engañosa entereza
que nos prestan los objetos.

Luego anuncia, arrogante,
que se lleva en su bodega
un pedazo de retorno.
Los ojos del exiliado
miran con tristeza de abandono.
La ciudad vacía
pone en marcha su reloj.

La rata muerta

Con un ojo seco
la rata muerta mira el paso de los viandantes.
La boca alberga el gesto inútil
de un colmillo que amenaza al vacío.
Las abuelas tapan la cara de los niños,
el que pasea al perro tuerce su camino,
la señora del vuitton pierde compostura
mientras la rata, insensible,
sigue allí esperando
al turno de crisis que limpie la ciudad.

Ciudad

Aquel niño miraba tus recodos,
las grietas de tus calles, las maderas,
las sombras, las aristas, las severas
multitudes que cambian en sus modos.

Con fondos de adoquines y veredas
en las rúas balbuceaban tus tranvias,
esos trenes amputados, y esas vías
que alojaban petardos y monedas.

Ahora algo pasó. Cruzo senderos
sin hojas, sin otoños y sin huellas.
Intento recordar días enteros

y entonces tengo miedo que en aquellas
figuras de recuerdos callejeros
aquieten sus reflejos las estrellas.