Cocido para dos

Otro idioma explica los aromas
que se enlazan con aquellos
de la infancia castellana.
El cocido convoca
a la hora temprana de cada día.
Él trajo de su exilio
el hábito de comer pronto
y ella la nostalgia
por todo lo que queda
en los infinitos rincones de la ausencia.

Sola en la cocina,
la radio a bajo volumen
y el libro en la mesa,
se quita el delantal,
el pañuelo,
sirve los dos platos
y se sienta a comer.
Hace tiempo que ha perdido
la costumbre de esperarlo.

Poco a poco el vapor de los platos
agota sus fuerzas
contra el cristal que se nubla
para que ella ignore
el eterno vacío de la calle.
De los dos, uno ha quedado sin tocar.
Como siempre.

El ancla

Una tarde
mientras sus pasos
se duelen en la búsqueda
y la soledad parece
ser la reina en el abismo,
reconoce una cara
recortada en el bullicio del bar.
El pequeño gesto
que no llega a la sonrisa
es un ancla insospechada,
volver a una huella que ha pisado,
el sello de un destino en otra tierra
que así, sin darse cuenta,
va aprendiendo a amar.

La llegada

El barco llega al zaguán
de la puerta cancel cerrada.
La vereda acoge
tres valijas de ayeres
y la engañosa entereza
que nos prestan los objetos.

Luego anuncia, arrogante,
que se lleva en su bodega
un pedazo de retorno.
Los ojos del exiliado
miran con tristeza de abandono.
La ciudad vacía
pone en marcha su reloj.

Presencias

Cada tanto las presencias
despiertan de letargos mentirosos.
Al llegar a una esquina
el andar indolente
queda suspendido en un gesto de alerta.

Un olor a pintura
reconstruye la imagen de la casa nueva
con paredes blancas,
libros, fotos, afiches,
una red de pescadores teñida con té
y la ternura que siempre perdía
jugando a la escondida.

Súbitamente
todo se oscurece.
Ellos entran con el colmillo de la muerte.
Las paredes se visten
con el tufo del espanto.
El refugio muere
y la casa queda hueca de nosotros.

¿Quién pisa ahora
las huellas de ese amor
que palpitaba en los rincones?

Veinte ene

Soy el esclavo que puso piedras
en el santuario de malparidos.
El habitante de las cunetas.
El que tuvo miedo
y no por eso dejó de odiarte.
El que pensaba en el sol
día tras día.
El que habitó los montes.
Soy el desnucado.
El que no pudo cantar.
El que no pudo volver.
Soy el hijo que robó tu iglesia.
La madre seca.
La que espera en vano.

Soy ateo
y no tiene sentido que te diga
que te pudras en el infierno.
Pero en algún lugar
te estás pudriendo eternamente.

El lugar de las muertes lejanas

No quiero volver
al lugar de las muertes lejanas
donde la herida duerme
en el silencio que deja la memoria.
Donde no hay voz para entonar las letras
y las manos olvidaron las guitarras.
Donde llora el payaso
frente a los que fueron niños
y las piernas recuerdan
el caminar de la odalisca.
Es el lugar
en el que sólo el viento negro
acaricia las tristezas,
mueve los trapecios
y de noche susurra las ausencias.

Vuelvo

Vuelvo para saber
si ha pintado los campos el cerezo,
si llegan golondrinas jugando entre las nubes,
si el sol acaricia los helechos.
Quiero saber
si hay renuevos en las ramas del rosal,
si la yegua está preñada
y el pastor ya saca su rebaño.
Quiero saber
si hay algo que augure
la nocturna melodía del rojizo ruiseñor
y las siestas con grillos y cigarras.
Y cada vez que vuelvo
llego tarde y llego pronto:
todo ha comenzado
y nada se ha muerto todavía.

A Videla

No dará vida a sus víctimas
la muerte del verdugo.
Pero alegra y tranquiliza
saber que hoy
sopla más limpio el aire.
Ahora lo que queda
de tus carnes asesinas
se pudrirá en el estiércol
de lo que fue tu vida.
La tierra sabrá absorber
la ponzoña que rezumas.
Y sólo los gusanos sentirán placer
al acercarse a tu inmunda pestilencia.

Ladrillo a ladrillo

Es una nube
ligera,
suave,
que a veces teje tormentas
en el rincón donde el día se evapora.

Un asiento
en el tren de los viajes imposibles
junto al muñeco
de la historia que no acaba.

Un portal dibujado al mediodía
por aromas a cazuelas,
a pan caliente,
y por juegos que se pierden en los años

Una línea
que camina despareja
entre lugares amados.

Un canto
que nos habló de proezas
y de libros que volaron.

Una esperanza
entre vacíos de espanto
y la sed que no se agota.

Un plato humeante
en la mesa extraña.

Y un dardo clavado en el anhelo.

Mi pueblo cambia
su ropa de entrecasa
cada vez que la noche
llega con su capa de marino
y una carta en sus manos temblorosas.