Por la tarde,
al volver a casa,
frota con esmero sus zapatos
en la alfombrilla de la entrada de su hogar.
Cuelga su chaqueta y su gorra en el perchero
y repite la diligente e inútil rutina
de lavar sus manos bajo un chorro de agua
que nunca alcanza a blanquear sus estigmas.
(Bajo la piel
lleva incrustados
los gritos del último suplicio.)
Luego besa a su consorte,
mira al bebé
que robó de las entrañas
de una mujer que ahora
sólo existe en la huella asesinada
y se sienta a mirar
las noticias en la tele
con un blend en la mano.