Soñé que yo era vos, padre. Y que el viento traía las nubes de tu río. Desde la orilla veía pasar navegando los recuerdos. Cien caballos galopaban precipicios, había pájaros con luz de primaveras y el leño se agotaba en el hogar.
Yo seguía siendo vos pero habitado por mis dudas y no por tus certezas. Hasta que te fuiste, padre y yo me fui contigo. Y dejé de ser quien era y el sueño dejó de ser un sueño.
Se confunde el umbral de aquella casa encantada con el de tu cuerpo cubierto por una sábana con rayas rojas y azules. Pero el umbral de tu cuerpo no tiene ahora color posible ni tan siquiera el de esa sábana cuyas rayas ya no son rojas y azules. Son transparentes. Son incoloras. Casi no son. Entonces me decido a buscar otros colores pero no encuentro con qué crearlos. Ni luz ni pigmentos ni sombras. En el umbral de tu cuerpo espera una figurita de barro. Como en aquella casa encantada. El umbral de la casa encantada y tu cuerpo se apagan en el incomprensible mar de mi pobre cerebro castigado. Y yo debo huir de mis serpientes. Distraerlas. Apagar las pocas luces que quedan para que desaparezcan. Una vez lo logré. Fue hace mucho tiempo. Llovía. De golpe la lluvia se hizo torrencial y apagó los colores y con ellos desaparecieron las serpientes. Pero siempre vuelven. Y cuando vuelven yo estoy perdido en este mar sin colores y sin peces. Un mar apagado y viscoso en el que de nada sirve nadar. Prefiero quedarme quieto y esperar esa ola inmensa que arrastra todo y todo lo mezcla. Me acostumbro a ver dentro de esa amalgama de cosas caras como las del gato negro de ayer, el de la panadería. Ahí está y parece que sonríe aunque los gatos nunca sonríen. Me está mirando y sé que piensa que él es mejor que yo. Él es dios y yo ni siquiera un perro. Me da miedo ese gato y me voy. Pero es difícil encontrar la puerta por la que salir de ese mar. Y entonces veo el umbral que nuevamente se confunde con el de tu cuerpo cubierto por una sábana con rayas rojas y azules.
De tu mano camino el perfume de los álamos plateados. El barrio es de algún puerto de aquí, de allá o que no existe. Se juntan un olor a sudestada, esa calandria que habitaba los estilos, la brisa del mar y la errante golondrina que va y que viene y anida en la hornacina atea para hablarme de otros vientos, otros soles. De tu mano camino el perfume de los álamos plateados. De golpe la calandria huye, se abre el silencio, la golondrina desdibuja su camino y nosotros trenzamos los bordes de una manta que abriga nuestros sueños.
Tus recuerdos vagan huérfanos por un sueño de desiertos. Los amparo en mi soledad, los recorro y mientras mis pasos labran la huella una ausencia la va cubriendo. Entonces es el dolor el que invade ese espacio hueco que deja la certeza del adiós.
El mármol se eleva y deja de sangrar sobre la herida y la herida baja, baja y baja hasta perderse en la línea. Las sombras todavía no han entrado en la pintura. Pronto se abrirá paso la certeza y vendrán los pájaros del misterio y las agujas del erizo a confundirse con las gotas de rocío. Será el momento en el que nacen los rituales del olor y la saliva, resuena el balido distante del macho cabrío, mueren los colores, el mar refleja lo que ha dejado de existir, se cumple el sueño de soñar y la canción carga con un recuerdo siempre más suave que la verdad.
Así como entraron saldrán las sombras de la pintura, el mármol se fundirá en la palabra y la herida volverá a sangrar.
Los años lo habían llenado de canas, arrugas y evidencias. En las tardes junto al río le daba por recordar. Amaba ese verbo como antes había amado al verbo amar. Se sentaba siempre en la misma piedra y comenzaba a contar peces. Cuando la cuenta se perdía entre el serpenteante ir y venir de los bichos y las aguas, él comenzaba a oír la llegada de los primeros recuerdos. Siempre venían de la mano de Analía quien en su otra mano llevaba el ramo de flores silvestres que él le regalara bajo el frío de los brotes del cerezo. La noche lo encontraba hablando con ella y los tres amigos que siempre tuvo. Sabía que después de la noche el amanecer le haría sufrir el dolor de estar solo, agotado ya de tanto recordar. Entonces llegaba el sueño y un par de horas después despertaba para esperar la tarde, la piedra y el río.
Te esperé
sentado ante un montón de hojas en blanco
y la botella
medio vacía a veces
y otras medio llena.
Pensé que traerías
un hallazgo entre las letras torturadas,
versos con el recuerdo
de la mujer que no supe amar,
el llanto en el alcohol cuando se vuelve poema
y la canción de un juglar.
Llegaste de la mano
del sueño, la soledad
y el oscuro reflejo de la nada.
Como siempre.
Escribir la llama,
el beso, la llave.
Deletrear el golpe y el diente.
Caminar el sueño,
la sílaba, el verso.
Dibujar el aire
hasta que el músculo sea
el inquieto capitán de la sonrisa
y respire la república
como el marinero que abandona la tormenta.