Somos pocos

Somos pocos.
Dos, cinco, treinta.
Tal vez mil.
Caminamos
entre heridas y palabras
y ordenamos las ideas
ocultas en el hueco
del hambre y la sequía.
Somos pocos.
Caminamos
hacia el gesto que secuestra la ventisca.
Esquivamos cristales escondidos
por el humo y por las piedras
Bebemos gotas de lluvia tardías
mientras el abismo se asombra.
Y los pocos que somos
caminamos
sobre la angustia de la hierba
que hostiga la huella.

Y el dibujo esboza un sendero.
Y ahora somos más.

18.

El barro que se forma
en las calles cuando llueve
resulta de la mezcla
de tierra y agua.
Puede servir para hacer un botijo
en el que el agua cristalina
entona un alegre canto
cuando lo inclinamos
para que el hilo líquido
nos quite la sed.
También sirve para que los niños descalzos
caminen sobre él.
Entonces el lodo
inunda sus pies.
También sus manos
y su cara
y la ropa.
Toda la ropa.
Hasta que el niño se confunde
con la calle del campo
con el alambre del campo
con la sed del campo
con el hambre del campo
con el agua que se bebe en el campo.
Y otros niños lo pisan
y los adultos lo pisan
hasta que deja de ser niño.
Y no será jamás vasija.
Ni muñeco ni cerámica.
Pero no dejará nunca de ser barro.

La palabra estéril

Nada fue escrito en la tormenta.
Imposible decir el rayo,
el color del árbol que se agita,
el brillo de una gota en el alambre
y ese silencio antes del trueno.
Nada fue dicho
del fugaz murciélago
ni del prado que dibuja un laberinto
ni del día que se aferra a la montaña.

De la mano de la noche vendrá la paz
y entonces volverá a ser útil
el dibujo de las letras.

El cristal

La lluvia cala
en la simiente de una imagen.
Tras la gota
el cristal juega a separar los pensamientos.
Tras el cristal
un niño mira el jardín de la novia muerta.
La tarde se tiñe
del olor que entristece la mirada
suspendida en el beso del ligustro.
También duele el canto
que la lluvia lee en el atril de los tejados.
La danza de las gotas
atrapa al niño en la ventana
donde dibuja un sendero
que cambia con la agilidad de los imanes.
Siempre es otoño
si el orvallo pinta los momentos.
Cuando la noche comience su camino
el farol que tiembla en los reflejos
abrirá un sueño de adoquines.

La muerte del poeta

La tarde cae desde la nube quieta.
Un cielo absurdo
llueve la calle desierta
y la oscuridad avanza
entre farolas ahogadas.

La noche y los cerezos persiguen una luna
que arriesga sus blancuras
apostando la inercia en las tertulias
donde el poeta muere en el verbo.

Y el verbo, atiborrado,
se sacude de sílabas y versos,
piensa en los juglares
y añora el orden de las letras en las filas.

Un olor de pájaros vagando
da nombre finalmente a la distancia.

Tormenta

Ahoga el cielo
una extraña paz inquieta.
Se hace noche
la hora de la siesta.
No hay viento
y un temblor turba a la espiga.
La pálida nube
muestra su garra oscura.
El pájaro esconde su vaivén.
La mariposa huye.
Han callado las cigarras
y las ramas quedan presas del silencio.
El sombrío valle
se tensa en una lenta inspiración.
Y luego
nada es lo que fuera hace un momento.
Suplica la raíz,
grita la hoja
y el agua
rebota contra el charco que ella engendra.
La tarde es trueno, fulgor,
lluvia y destrozos.

Casi así
fue tu amor entre los lirios.

Suite para chelo

Hay una grieta pequeña en la madera.
El libro tiene el lomo desgastado.
La pelusa agazapada
acecha a la brisa en un rincón.
La lluvia golpea en mi ventana
y siento el suave olor
del ozono destemplado.
El trueno maldice su impotencia
y yo miro el artilugio
donde suena el Sebastián
que los años no ignoraron.

El llanto me acecha en cada frase.
El chelo lastima sus cuerdas para mí.
La violenta melodía
se apacigua en la esquina del dolor
y corro atormentado
hacia el vértigo de un arco.
Pero el silencio
es el compló del sonido fértil
y la paz vuelve a entrar en mi universo.

 

El invierno está aquí

Hoy llueve en Valldoreix y las gotas de agua se empecinan en chocar contra la ventana de mi estudio. Me atrapa el ruido que hacen. Y no sólo el ruido. Ya es de noche y las gotitas en el cristal reflejan las luces de las casas vecinas que se amplían y adquieren un aspecto fantasmagórico. Me quedo embobado mirándolas. Luego escribo:

Gotas, luces, pequeños sonidos.
La lluvia me alcanza
casi en la meta de un atardecer distante.
Mi ventana es un cristal voluble
por el que veo luces que palpitan
y tornan la imagen en deseos.
El invierno está aquí
aunque yo me resista a su presencia.
Siempre vuelve,
comparece con su abrigo gris,
su año nuevo, su poda y su sombrero
incapaz de acomodarse a mis anhelos.
Y así y todo
no puedo decir que me disguste.
No deja de ser yo
vestido de frío y de aguacero
cualquier tarde de estas
en un país lejano.