Palabras lejanas

Algunas tardes cansado,
también un poco triste
y puede ser que en otoño,
desciendo por la escalera del tiempo.
En el paisaje brumoso
hay una casa de tejas
con el hogar siempre humeando,
una cama provenzal
y el rincón de los juguetes.
Mis padres se acercan
y algo quieren decirme.
Los miro con inquietud
hasta que ellos comienzan
a responder las preguntas
que hubiera querido hacerles.
Pero ya es tarde
y no entiendo lo que dicen.
Los años se han llevado
el idioma de la infancia.

La voz del niño

«ignorando que el hombre del saco

es quien le besa

cada mañana

en la cancela de una devota escuela.»

Javier Solé

Cuando sea grande

escribiré poemas

en revistas que se llamen «Proa»,

o «Combate» o «Adalid».

Podaré un cerezo

y haré caminatas con mi perro

por una montaña

que albergó esperanzas.

Buscaré el nombre perdido

entre los restos de la historia.

Cuando sea grande

soñaré con una infancia verdadera.

Pero entonces será tarde.

Demasiado tarde.

Cierro los ojos

Indiferentes a la mirada,
con el desorden
de una vieja película muda
se empeñan en acudir a la verdad.
Entonces
la casa que miraba a las vías del tren
tiende la mano al lago
y los patos se acercan al pequeño muelle
donde el niño intenta pescar
creyendo que ya no es niño.
La serpiente escondida entre los troncos
recuerda su cabeza cortada
y el puente cobija la visita
de las risas y los planes.
Todo se vuelve arco iris
mientras espero que las palabras lleguen
para escribir el poema que dibuje
un olor de eucaliptus
al borde de la acequia
a donde el perro asistía
puntual
y riendo.
Tal vez usted no sepa
que los perros ríen
y el eucaliptus vigila
los únicos barcos
que navegan por el hilo de agua.
Tal vez usted no sepa
que si cierro los ojos
veo las luces de la ciudad de la otra orilla
y también las luces
de los ojos que miran conmigo
las luces de la ciudad de la otra orilla.
Y luego el alba
se escapa de nuestras manos
y ellas quedan solas con sus caricias.
Sigo esperando las palabras
de los versos que recuerden
los caminos del sur,
el puerto con casas de madera
y una cabalgata en la arena
con la muchacha
que hubiera querido amar.
Pero usted no sabe
el color que tenía la tranquera
y tampoco el del trigal.
Me senté un día a su vera
esperando un amanecer
que nunca llegó.
El fuego se hizo cargo
del desaliento y la razón
y fue entonces cuando renunciamos a la súplica.
En el cielo quedó pintada
la noche del rocío y el grillo.
No llegaron las palabras
y usted tal vez nunca lo supo.

El poder de la infancia

Era un arroyo de llano:
turbio, lento.
En sus aguas
navegaban sólo espigas.
Nos acercábamos
cruzando un páramo sin sombra,
sin camino,
sin la flor
de siempre en primavera
hasta llegar a su orilla
dibujada por el fango.
Todo en él era pobre
y sin embargo
la niñez lo convertía
en un río de los libros de Salgari.

Navegante

Embarcarme en el ocaso
para gozar del renacer junto al timón.
Ser niño y jugar con los cabos y las velas.
Mirar la tempestad desde el vencido ancla.
Refugiarme en el camastro del relato.
Navegar hasta el adiós de los paíños
y allí derivar añorando la hoja del almendro.
Y así seguir
sin llegar nunca a la costa que soñamos.

El gorrión

“por eso, cuando en pájaros te nombro,
tu corazón regresa con el mío.”
Roberto Themis Speroni

Yo envidié la ausencia de destreza
en la mano que empuña la gomera.
Todavía hoy lo hago
cuando contemplo los ritos de los pájaros
que juegan a vivir en mi jardín.
Me odié en el momento del disparo,
en el pequeño ruido y la caída,
en el fugaz movimiento de las alas
y en el último aliento adormecido.
Me odié como se odian las infamias.

Nunca quise que la muerte
sorprendiera al gorrión
que esperaba el final
de otra historia en la alambrada
pero acerté el siniestro golpe
aquella tarde que apagó la primavera.