Cierro los ojos

Indiferentes a la mirada,
con el desorden
de una vieja película muda
se empeñan en acudir a la verdad.
Entonces
la casa que miraba a las vías del tren
tiende la mano al lago
y los patos se acercan al pequeño muelle
donde el niño intenta pescar
creyendo que ya no es niño.
La serpiente escondida entre los troncos
recuerda su cabeza cortada
y el puente cobija la visita
de las risas y los planes.
Todo se vuelve arco iris
mientras espero que las palabras lleguen
para escribir el poema que dibuje
un olor de eucaliptus
al borde de la acequia
a donde el perro asistía
puntual
y riendo.
Tal vez usted no sepa
que los perros ríen
y el eucaliptus vigila
los únicos barcos
que navegan por el hilo de agua.
Tal vez usted no sepa
que si cierro los ojos
veo las luces de la ciudad de la otra orilla
y también las luces
de los ojos que miran conmigo
las luces de la ciudad de la otra orilla.
Y luego el alba
se escapa de nuestras manos
y ellas quedan solas con sus caricias.
Sigo esperando las palabras
de los versos que recuerden
los caminos del sur,
el puerto con casas de madera
y una cabalgata en la arena
con la muchacha
que hubiera querido amar.
Pero usted no sabe
el color que tenía la tranquera
y tampoco el del trigal.
Me senté un día a su vera
esperando un amanecer
que nunca llegó.
El fuego se hizo cargo
del desaliento y la razón
y fue entonces cuando renunciamos a la súplica.
En el cielo quedó pintada
la noche del rocío y el grillo.
No llegaron las palabras
y usted tal vez nunca lo supo.

El mensaje

Cuando no soporte
la mirada suplicante
de la botella vacía
escribiré un mensaje.
En él pediré ayuda
o contaré un secreto
o una pena de amor
o dejaré constancia
de que en pocos minutos
iré en busca de mi muerte
tal como se deja escrito
en los mensajes verdaderos.
Luego será el intento
de encontrar el mar y su orilla
y para entonces me habré perdido
en el hueco de esta historia.

El poder de la infancia

Era un arroyo de llano:
turbio, lento.
En sus aguas
navegaban sólo espigas.
Nos acercábamos
cruzando un páramo sin sombra,
sin camino,
sin la flor
de siempre en primavera
hasta llegar a su orilla
dibujada por el fango.
Todo en él era pobre
y sin embargo
la niñez lo convertía
en un río de los libros de Salgari.

22.

La primavera agota en la sal
las flores sin abrir.
En nuestra costa brillan espejos
que no reflejan a nadie
y nadie hay que mire
hacia la orilla
de la que viene Caronte.
Nadie que comprenda el viaje.
Sólo hay sombras errantes
que vagarán cien años
por estas riberas.
Sigue flotando
la infamia a la deriva:
la poesía ha dejado de existir.

Poema número 22 del poemario «De la ignominia»

 

Otra vez Lampedusa

La primavera agota en la sal
las flores sin abrir.
Caducaron los poemas.
En nuestra costa brillan espejos
que no reflejan a nadie
y nadie hay que mire
hacia la orilla
de la que viene Caronte.
Nadie que comprenda el viaje.
Sólo hay sombras errantes
que vagarán cien años
por estas riberas.
Sigue flotando
la infamia a la deriva:
la poesía ha dejado de existir.

Lentamente

Me tenderé
sobre el manto de la orilla
y el lucero forjará mis espejismos.
Entre los huecos que dejan
los sueños de la última pasión
sólo el silencio dibujará caminos.
La tierra tendrá el color del campesino
cuando el ocaso bese la lejana línea
y el pájaro anuncie la fuga.
Cobijado en mis pensares
te veré pasar de largo
y entonces percibiré mi ausencia
con la paz que cinceló el pasado.

La amante cansada

Aquella amante que dibujaba encuentros
entre dos puertos y el mar,
recogió la huella de la almohada
y desertó del lugar de los anhelos.
Cansada de habitar los espejismos
dejó de ser el sueño de un errante
y se coló en un libro de poemas.
Ahora camina
por la orilla de aguas suaves,
es un pájaro sereno.
Le cautiva bajar del carrusel
y adentrarse en el salón de los espejos.