Déjelo tal cual,
señora.
Ya está bien así.
Siéntese,
y mire el aletear de la calandria
o las hojas que va perdiendo el roble
o simplemente esa nada interminable
que dibuja el horizonte.
Y escriba,
señora,
escriba los versos que han brotado
entre hilos, baldosas y cocidos.
Y camine,
señora,
camine suavemente por la vera del río.
Camine descalza y que el lodo
acaricie sus pies.
Convenza a sus vecinas
de que se unan a su viaje
y dejen todo como está
que ya está bien,
señoras.
Y así, poco a poco
sin la prisa que marcó sus vidas
acérquense a mirar
el otoño en un ocaso,
la cola de la estrella fugaz
y cómo pasan sin mandato
los lentos minutos de los días.
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Las artistas
Son bellas y saben jugar al ajedrez.
Toman el café
de algún pequeño lugar del mapa
en tazas de porcelana negra.
Se llaman Ylenay,
o Yerma o Janette.
O simplemente Lola.
Lucen faldas largas
y un colgante africano
que les vendió un señor
que nunca separaba
el trabajo del amar.
A media mañana encienden
sus primeros cigarrillos.
Los disfrutan lentamente
hasta que el filtro
les recuerda la brasa.
Con su voz ronca
beben al mediodía
aperitivos con soda
y a la tarde a veces un cuantró.
Siempre tienen un amigo
con el que hablan del arte,
del placer de las arañas
y de los pocos datos
sobre la existencia de dios.
Con él cenan
a la luz de tres velas
el famoso plato hindú
que aprendieron viajando en los ‘60.
Desayunan con su gata negra
tostadas de panes caseros
con mantequilla y una mermelada
de color violeta oscuro.
Luego caminan a orillas del Sena
o de cualquier río que atraviese una ciudad.
Vuelven a sus casas
a encerrarse en el taller
que huele a piedras
o a pinturas
o a letras
o a trapecios
y en el que suena
una lejana melodía
que las invita a amar.