Silencio oscuro

A Quicu Samsó, in memoriam

Estem però no hi ha ningú
Quicu Samsó

Un lienzo blanco.
El alabastro
al que nadie le dará vida.
Un rototom que espera la baqueta.
Alguien busca en la lejana linea
las palabras del poema que no sabrá escribir.
Ahora
que la orquesta entera
ha dejado de sonar
el aire es un silencio oscuro
y un café se enfría en la mesa vacía.
¿Quién nos dirá
cómo sembrar este erial?
Estamos. Pero no hay nadie.

Palabras lejanas

Algunas tardes cansado,
también un poco triste
y puede ser que en otoño,
desciendo por la escalera del tiempo.
En el paisaje brumoso
hay una casa de tejas
con el hogar siempre humeando,
una cama provenzal
y el rincón de los juguetes.
Mis padres se acercan
y algo quieren decirme.
Los miro con inquietud
hasta que ellos comienzan
a responder las preguntas
que hubiera querido hacerles.
Pero ya es tarde
y no entiendo lo que dicen.
Los años se han llevado
el idioma de la infancia.

Escribir la tristeza

Escribir la tristeza
con la palabra que perdió la voz
cuando el barro se hizo grieta.
Escribirla sin temor
a que queme la gota
que el tiempo hará cristal.
Y volverla a escribir
en el olor de la higuera
o en la nota del chelo
o en la foto del barco
que trajo al exiliado.
Escribir la tristeza
sin preguntar por qué
ni anunciar la coda,
sin acercar la mano
a la llama amarga.
Escribirla con la pasión del amante,
con la amargura que roza el odio.
Herirla en la letra
y que la letra arda
y sea furia
o vacío
o amor.

El poema

Tendió el poema al claro de una luna de agosto. La piel de la tierra aún tenía el calor de la tarde y el poema se estiró sabiendo de su latir cuando las estrofas tapizaban la cama triste, la de la lágrima y el suspiro, la del tiempo que nunca le devolvió nada. Y así, con los versos desgajados el jilguero dejó el canto en la rama y fue muriendo junto a aquella voz que lo miraba, sorprendido y sin saber el curso de las respuestas.

El revés de los espejos

Viviré en el revés de los espejos

entre las cosas que nunca he visto,

junto a ese yo que no conozco

y que vaga perdido

por los pocos rincones tristes

de una infancia feliz.

Viviré en el revés de los espejos

y tendré en mis manos el reflejo oculto,

el placer de la cruz,

la razón de lo imposible.

El vacío

……………………………………………Para Carlos in memoriam
……………………………………………con todo mi cariño y mi tristeza

Lanzar la moneda
y ver la sombra
en un pliegue de la ausencia.
Nunca más cruz o canto
en esta calderilla.
Simplemente cara
y la triste sorpresa del vacío
que hunde su dolor
en la huella labrada.
En el hueco
sólo nos queda armar el pasado
con la eterna caricia
de los recuerdos.

La hora ocre

En otoño es la hora en que la tarde comienza a hacerse ocre. Él se sienta en el banco que descansa bajo el plátano grande. La plaza lo ve llegar con el termo, el mate y los bizcochitos que compra en la panadería más vieja del barrio, la de los muebles modernistas. Le gusta ver jugar a los niños en los columpios cuando salen del colegio. Ellos suben y bajan y él los mira mientras teje recuerdos. Como en los sueños las imágenes se aceleran, cambian de color y él es uno de esos niños cuando eran pibes con guardapolvos blancos.

La mamá de una niña que se llama Sara casi siempre se sienta en silencio a su lado. Es una señora que parece estar más triste que él. Y más sola. Una tarde ella susurra: «Mi compañera era uruguaya y también tomaba mate». Él le ceba uno y ella dibuja una pequeña sonrisa en su labio inferior.

Desde aquel día él comienza a esperar la hora ocre de la tarde no sólo para encontrarse con sus recuerdos.

Ella se sienta a su lado dibujando la pequeña sonrisa y coge el mate que él le ceba. Sara sale del colegio, los saluda y se va a los columpios. Hablan poco y cada vez con menos pena. Hasta los tiempos se acomodan bien: el mate comienza a aguarse y estar frío cuando llega el momento de volver a casa.

Meses después ambos piensan que la felicidad no es más que las pequeñas tristezas que se esfuman.

 

Tu nombre

Como un navegante que sabe del naufragio
el tiempo lleva tu nombre.
Presa en los desvanes del silencio
lleva tu nombre la palabra.
Y lo llevan los pasos
que no puse en la balanza
cuando creí morir.
Y también el aire
que me asfixia y me da vida.
Lo encuentro en mis cajones,
en los papeles sin cuaderno,
en las fotos,
en mi empecinada tristeza
que cada día te trae
encerrada en otro invierno.
Lleva tu nombre
el quebranto de saber
que nunca leerás
el verso que escribí
aquella primavera.
Y en cada rincón
de las horas que me acosan
me espera la inclemencia de saber
que sólo tú, madre,
no llevas más tu nombre.