La castanyera

La castanyera que había en mi pueblo cuando llegué hace casi cuarenta años, era una señora que tenía unos cuantos castaños y los cosechaba para asar los frutos durante el otoño. En general los consumía antes de que terminara la temporada y entonces compraba los que necesitaba. El oficio de torrar castanyes era una pequeña ayuda en su dura vida de pagesa que compartía con su marido desde que ambos eran muy jóvenes. Murió hace unos años con 95 noviembres a sus espaldas, encorvada más por la azada que por los noviembres. Estuvimos sin castanyera en el pueblo durante dos años hasta que varios amigos convencimos a Margarita de que aprovechara el otoño para vender castañas y así tener una faena extra que no le vendría nada mal. Margarita vende ahora castañas y boniatos como siempre se ha hecho y también mazorcas de maíz, como nunca se ha hecho. Y entre el humo del lento fuego que ahora tiene un nuevo perfume, se la oye cantar muy suave:
«De ti nací y a ti vuelvo,
arcilla, vaso de barro.
Con mi muerte yazgo en ti,
en tu polvo enamorado.»

Mis nietos saben que cuando llega el otoño, la tradición es comer castañas, boniatos… y choclos. Les encantan. Ellos respetan la tradición.

Inmigrantes

Vuelven del trabajo,
las manos callosas,
el bolso vacío,
los rostros cansados.
El idioma de su tierra
suena lejano en la voz dolida
que tal vez recuerde
travesuras, caricias, cuadernos, penurias.
Añoran el hijo, el hogar, el fuego,
añoran aromas, la fruta, canciones
y esa voz
que quién sabe cómo
les diría “te amo”.
De golpe
el tono se eleva,
las miradas se hacen hondas
y detrás de casi un grito
ríen.
Los ojos rubios se asustan,
arrastran la vista
hacia otro lado,
disimulan la curiosidad del miedo.
Y ellos sólo están riendo.