Olía a malvón

En todo caso olía a malvón
y no a geranio.
Porque era el recuerdo
de lombrices bajo piedras,
de sandías robadas,
de caballos que galopaban hormigas
y perros que cantaban
coplas de piratas ebrios.
Lejos, el geranio
saltaba entre balcones,
desnudaba toreros
y vivía la muerte de la soleá.
Mi infancia sembrada de malvones
aprendió tarde el amor de los geranios.

Bosque

En los años de humo y de hollín perdió la noción del camino. Ahora regresa al bosque por un sendero oculto tras las zarzas y el olvido. Será de noche cuando el arroyo cante la canción que oyó en su infancia. Será de noche y no estará solo. Habrá grillos, luciérnagas, ruiseñores y un combate de pieles que descubran el amor. Pero no hay nadie en el claro donde los besos de un muchacho hoy tiemblan en la memoria del viejo. Allí solo está la luna que parece trepar por el silencio.

Palabras lejanas

Algunas tardes cansado,
también un poco triste
y puede ser que en otoño,
desciendo por la escalera del tiempo.
En el paisaje brumoso
hay una casa de tejas
con el hogar siempre humeando,
una cama provenzal
y el rincón de los juguetes.
Mis padres se acercan
y algo quieren decirme.
Los miro con inquietud
hasta que ellos comienzan
a responder las preguntas
que hubiera querido hacerles.
Pero ya es tarde
y no entiendo lo que dicen.
Los años se han llevado
el idioma de la infancia.

Aquella ciudad

Cuando el final
acechaba en las veredas
y los gritos herían los zaguanes
aquella ciudad
fue solo la imagen del patio de un colegio,
de la tiza que dibuja la rayuela,
de un tango que escapó del viejo fuelle.
Allí quedó atrapada
y allí se fue muriendo
mientras otras memorias
comenzaban a acunar al desterrado.

El revés de los espejos

Viviré en el revés de los espejos

entre las cosas que nunca he visto,

junto a ese yo que no conozco

y que vaga perdido

por los pocos rincones tristes

de una infancia feliz.

Viviré en el revés de los espejos

y tendré en mis manos el reflejo oculto,

el placer de la cruz,

la razón de lo imposible.

La voz del niño

«ignorando que el hombre del saco

es quien le besa

cada mañana

en la cancela de una devota escuela.»

Javier Solé

Cuando sea grande

escribiré poemas

en revistas que se llamen «Proa»,

o «Combate» o «Adalid».

Podaré un cerezo

y haré caminatas con mi perro

por una montaña

que albergó esperanzas.

Buscaré el nombre perdido

entre los restos de la historia.

Cuando sea grande

soñaré con una infancia verdadera.

Pero entonces será tarde.

Demasiado tarde.

Cierro los ojos

Indiferentes a la mirada,
con el desorden
de una vieja película muda
se empeñan en acudir a la verdad.
Entonces
la casa que miraba a las vías del tren
tiende la mano al lago
y los patos se acercan al pequeño muelle
donde el niño intenta pescar
creyendo que ya no es niño.
La serpiente escondida entre los troncos
recuerda su cabeza cortada
y el puente cobija la visita
de las risas y los planes.
Todo se vuelve arco iris
mientras espero que las palabras lleguen
para escribir el poema que dibuje
un olor de eucaliptus
al borde de la acequia
a donde el perro asistía
puntual
y riendo.
Tal vez usted no sepa
que los perros ríen
y el eucaliptus vigila
los únicos barcos
que navegan por el hilo de agua.
Tal vez usted no sepa
que si cierro los ojos
veo las luces de la ciudad de la otra orilla
y también las luces
de los ojos que miran conmigo
las luces de la ciudad de la otra orilla.
Y luego el alba
se escapa de nuestras manos
y ellas quedan solas con sus caricias.
Sigo esperando las palabras
de los versos que recuerden
los caminos del sur,
el puerto con casas de madera
y una cabalgata en la arena
con la muchacha
que hubiera querido amar.
Pero usted no sabe
el color que tenía la tranquera
y tampoco el del trigal.
Me senté un día a su vera
esperando un amanecer
que nunca llegó.
El fuego se hizo cargo
del desaliento y la razón
y fue entonces cuando renunciamos a la súplica.
En el cielo quedó pintada
la noche del rocío y el grillo.
No llegaron las palabras
y usted tal vez nunca lo supo.

El poder de la infancia

Era un arroyo de llano:
turbio, lento.
En sus aguas
navegaban sólo espigas.
Nos acercábamos
cruzando un páramo sin sombra,
sin camino,
sin la flor
de siempre en primavera
hasta llegar a su orilla
dibujada por el fango.
Todo en él era pobre
y sin embargo
la niñez lo convertía
en un río de los libros de Salgari.