Pesadilla

La bestia empuña la sombra solitaria,
huele la muerte del deseo
y deshace el largo camino de la babosa.
La voz espera el llanto del réquiem final.
La arruga clavada en el tiempo de la herida
rezuma el ácido cigarro,
la canción ingrata y el olvido.
Los pájaros bailan
sobre el cadáver tendido
en la escena infinita del desierto.
La música suena en el espanto
de las vírgenes que miran
el placer lejano.
De cada flor surge la náusea.
Arlequines, bufones, malignos
y soñadores de alboradas grises,
todos beben lo prohibido
entre el vómito y la risa.

Y la mañana no llega a romper
la ardiente tiniebla del soldado muerto.

¿Entonces por qué?

No es por aquel sueño
de dar la vuelta la mundo
en un buque mercante holandés.
Tampoco por la noche interminable
en la que tus pies descalzos
inventaron el amor
bailando en la mesa de la fonda.
No es por tu risa,
desnuda en la playa
ni por el primer beso
entre prisas y eucaliptos.
Ni por la carta que escribiste
en quién sabe qué café.
No es por tu lágrima
cada vez que escuchabas
la canción del soldado en la frontera.
Ni por la despedida
que nubló para siempre tu mirada.

Es por ese pequeño temblor
que dibujaba en tu boca la sonrisa.
Por eso es difícil olvidarte.

El olvido

Una serpiente de bruma
desdibuja el intento de evocar.
Se ha borrado el orden
de las habitaciones.
Las lámparas sólo tejen sombras.
Tras un tumulto de ideas
se esconden las puertas.
La cocina,
con el vaho del puchero y los fideos,
se pierde tras algún muñeco roto.
Sólo puedo ver, con dolor fotográfico,
la escalera y el insólito triángulo
que encerraba los juguetes.
Es cruel
sobrevivir a la memoria.
Allí siguen viviendo
los que se han ido
sin decirme adiós.
En el juego de mi tenaz vigilia
puedo llegar a chocar con las paredes
buscando el paso
de mis visiones incompletas.
Quiero descansar
del recuerdo enfermo
que se niega a ser mi compañía.
Me queda la paz de saber
que fui feliz bajo esos techos.
Sigo oyendo los tangos de la radio,
el ruido de las ruedas de un triciclo
y la campana del colegio
no sé si llamando a entrar
o a salir de aquella infancia que me amó.

Las huellas

La vieja foto
del rostro que no envejece
vuelve cada tarde
a la mirada opaca.
El gesto escondido en la ceniza
olvidó la mano que encendiera el fuego.

Un sueño desanda el camino
donde palpitan los perfiles
y las sombras.
Son huesos que esperan
el dolor de la memoria,
el fin del anhelo que tortura,
la sepultura que los devuelva a nuestra vida.

El consuelo

Aunque un día evoques
los poemas que las manos dibujaban en el aire
o el paseo al amparo de una orilla
o aquel vino que reímos inconscientes.

Aunque en alguna siesta amodorrada
abras el cajón donde duerme tu cuaderno
y encuentres la huella
de los senderos olvidados.

Aunque en tu tranquilo atardecer
yo te sonría desde el árbol-casa
y el pan se hornee con pausa pueblerina
y beses la mano que escribió la carta.

Aunque el tren te anuncie
la llegada a la estación lejana
que entonces guardaba
esbozos de esperanzas y futuros.

Aunque yo pase a ser
un amable despojo en tus memorias
tal vez no te haga daño mi recuerdo
por que nunca sabrás cuánto te quise.

La anciana y el cortejo

Arrastra el luto y los pies
entre piedras que esconden
memorias esclavas.
Una ausencia tiñe
la mirada errante.
Susurra los nombres
al son de una antigua canción marinera.
Gasteiz, Grimau, Ruano,
Grimau, Ruano, Gasteiz,
Subiendo la cuesta traspasa el cortejo.
La cruz, el obispo,
los santos codazos,
el fervor gazmoño.
El lienzo que cubre la impudicia muerta
agita balas ciegas,
miembros rotos,
cráneos machacados.
Es una tela con hedor a olvido.
La voz susurra los nombres
que se alejan del muerto y la murga.
Gasteiz, Grimau, Ruano,
Grimau, Ruano, Gasteiz.

Cada vez más lejos
resuena la antigua canción marinera
y la anciana piensa que cuando amanezca
buscará la tumba del verdugo muerto
y sobre la losa escupirá tres veces.

Tal vez

Tal vez un día,
en agosto,
no sabré
si es mi frío o tu verano
el que me hace pensar en una historia
de arlequines, de magia y de acrobacia.
Tal vez aquella tarde
debí decirte adiós
y dejar entre papeles de colegio
mi rito adolescente de querer.
Tal vez aquella noche,
caminando por la cuerda de un ensueño
y ebrio del ayer,
debí dejar de ser
para olvidarte.

Nunca saben

Ellos nunca saben nada.
Se les dice:
“Seis millones,
treinta mil que no aparecen”
Pero ellos nunca saben nada.
Lloran después,
cuando dicen que se enteran.
Lloran en los juicios,
lloran en los bares,
lloran en la empresa.
O niegan sin pudor
las cifras evidentes.
Ellos nunca saben nada.
Pero si hay que matar
matan
y si no matan también.