Asomarse
a ese agua que descifra
el dorado lenguaje
de los flamencos.
Acariciar la red
cuando atrapa sueños
de mares ajenos.
Empujar nostalgias
de paisajes que nunca existieron.
Deslizarse
virgen por una nieve virgen
y luego sumergirse ciego
en el pequeño mar del mapa.
Mirar la jaula
donde habita la muerte
y esperar la llegada
de su libertad.
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Cantaora
Las manos buscan palomas
y rasgan confines de lunas.
Azucenas negras
tiñen la furia del pelo
y bailan el dolor
si la granada muerde
los labios sangrantes
en el abismo de su boca.
Los caballos alumbran el fandango,
y la jinete,
hechicera veloz del girasol nocturno,
cabalga por un campo salpicado de carmines.
En su rostro clarean
siete auroras sin ocasos
y en su estrofa
un claustro de pasiones
engendra la lágrima, la fiebre
y el cristal de la palabra.
La voz
viajera de siglos y parajes,
compañera del farol de las carretas,
muerta y nacida en pogromos oscuros
trae hambres y violines
y cantos y caminos
y se funde en el gesto
y arde en guitarras que se afinan
en los rincones del vino.
Cuando todo parece que se acaba
ella renace del quejío roto.
Es la dama de la tragedia
que habita en la alegría.
Un aire de potros desbocados
A Camarón de la Isla
Deja la vida
en el quejío
de una muerte azul
y un amor de barro.
Y vuelve en cada coda
de lágrima y adiós.
Así hasta el maldito día
en que olvida renacer
y su voz se sumerge en la negrura
sólo por ver si es cierto
que su cante vive también en la nada
donde el silencio cerró su boca
con un mar de humos y desiertos.
Pero a este lado del camino
seguimos oyendo el desgarro
que abraza las guitarras
en el brusco socavón de una falseta.
En esta tierra arrasada
qué pobres seríamos,
Camarón,
sin el duende de tu voz.