Escribir la tristeza

Escribir la tristeza
con la palabra que perdió la voz
cuando el barro se hizo grieta.
Escribirla sin temor
a que queme la gota
que el tiempo hará cristal.
Y volverla a escribir
en el olor de la higuera
o en la nota del chelo
o en la foto del barco
que trajo al exiliado.
Escribir la tristeza
sin preguntar por qué
ni anunciar la coda,
sin acercar la mano
a la llama amarga.
Escribirla con la pasión del amante,
con la amargura que roza el odio.
Herirla en la letra
y que la letra arda
y sea furia
o vacío
o amor.

Tú mirabas el poema

Las palabras mordían
rincones de leyendas
y mientras tanto
tú mirabas el poema.
Ellas eran el dibujo de los bosques,
el canto de pájaros nocturnos,
la miel en colmenas yermas.
Pero tú mirabas el poema
cuando volaban las cenizas y las flores,
los niños olvidaban el camino,
había amantes
tras los muros que el tiempo derrumbaba
y pequeñas lagunas encerradas.

Entonces tu mirada
era la voz que verso a verso
murmuraba las palabras del poema.

Rebelión

Déjelo tal cual,
señora.
Ya está bien así.
Siéntese,
y mire el aletear de la calandria
o las hojas que va perdiendo el roble
o simplemente esa nada interminable
que dibuja el horizonte.
Y escriba,
señora,
escriba los versos que han brotado
entre hilos, baldosas y cocidos.
Y camine,
señora,
camine suavemente por la vera del río.
Camine descalza y que el lodo
acaricie sus pies.
Convenza a sus vecinas
de que se unan a su viaje
y dejen todo como está
que ya está bien,
señoras.
Y así, poco a poco
sin la prisa que marcó sus vidas
acérquense a mirar
el otoño en un ocaso,
la cola de la estrella fugaz
y cómo pasan sin mandato
los lentos minutos de los días.