En los años de humo y de hollín perdió la noción del camino. Ahora regresa al bosque por un sendero oculto tras las zarzas y el olvido. Será de noche cuando el arroyo cante la canción que oyó en su infancia. Será de noche y no estará solo. Habrá grillos, luciérnagas, ruiseñores y un combate de pieles que descubran el amor. Pero no hay nadie en el claro donde los besos de un muchacho hoy tiemblan en la memoria del viejo. Allí solo está la luna que parece trepar por el silencio.
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El desierto
Para Ester Rabasco,
porque sabe leer la poesía
Ese desierto que se abre ante nosotros
con la lóbrega luz del invierno,
con la desesperación de un verano
que no acaba de morir,
con la amargura de la ausencia,
la violencia de la arena,
el rastro borrado de la huella,
con los labios quietos y quebrados,
ese desierto guarda entre sus infinitos granos
la semilla de una flor que cada tanto
hiere el lunático paisaje
y la esperanza de que un día
tras la línea amanezca el mar.
A veces el viento
En la muerte de Juan Gelman
A veces el viento
llega hueco.
Sin luna, ni arrebato, ni silbidos,
ni el alivio del recuerdo.
La luz se estanca
en la pesadez del ojo.
En la cabeza se agolpan
las palabras sueltas.
Los pasos se arrastran
con un gesto absurdo.
Es entonces cuando el frío
nos deja inertes
en el rincón de la muerte de otro.
La muerte del poeta
La tarde cae desde la nube quieta.
Un cielo absurdo
llueve la calle desierta
y la oscuridad avanza
entre farolas ahogadas.
La noche y los cerezos persiguen una luna
que arriesga sus blancuras
apostando la inercia en las tertulias
donde el poeta muere en el verbo.
Y el verbo, atiborrado,
se sacude de sílabas y versos,
piensa en los juglares
y añora el orden de las letras en las filas.
Un olor de pájaros vagando
da nombre finalmente a la distancia.