Vivió en la madera
y en los labios de la orilla.
Amó los rincones
pintados de distancias,
el color de los lagartos dormidos
y ese sol que castigaba la laguna.
Y luego
por la línea que labraba el horizonte
caminó sin saber
la noche y su infinito.
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La soledad del cielo
El infinito ata sus bueyes al vacío 
y el trabajo de las ventanas
mata a los pájaros en vuelo.
No hay nubes ni vilanos,
no hay otoño.
La piedra se curva en el azul
y enmarca el deseo
de acompañar lo que se fue
tras el inmenso atardecer.
La soledad se ha teñido
de la inútil esperanza de verlos volar.
El mar ha muerto
El mar ha muerto
y la tormenta seca
dejó una playa exhausta de horizontes.
El cielo es un cristal resquebrajado.
No hay luces ni aparejos,
el ancla navega en un desierto
callaron los cantos de marinos
y el faro dejó su luz inmóvil.
El mar ha muerto,
es la tumba del marinero ausente
y ella mira inútilmente al infinito.
Lo que no se ve
Pasan sin cesar,
unas con la rapidez de la alegría,
otras con la pesada lentitud
del tedio o la tristeza.
Siempre iguales,
con la misma cantidad
de pasos, latidos y suspiros.
Pero yo
dejo de ser quien soy cada segundo.
Mis ojos miran el reloj
y son otros cada vez que lo vigilan.
Minuto a minuto
ellas pasan
iguales a sus sombras,
impasibles, frías,
sin temor al infinito,
a lo eterno, a lo incontable.
Soldados del tiempo
son el ahora muerto.
Incógnitas
Conocer el contorno perfecto
de lo que lleva mi impronta
aunque nunca será mío.
Descubrir la porfiada línea
que impide que toque mi mano.
Saber si el infinito que dibujan
es el mismo que dibuja el universo.
Cuando los miro se aleja
el momento de entender
el abismo que levantan los espejos.