Confinamiento

Este es un momento extraño y para muchos muy difícil. Se han roto montones de normas cotidianas y tenemos que aprender a vivir más en soledad. Miles de parejas con hijos hacen lo posible y lo imposible por intentar seguir trabajando y además sustituir las horas escolares con actividades lúdicas y educativas que hagan menos traumático el parón en la enseñanza. A los abuelos se nos hace difícil no abrazar a los nietos y a los hijos. Y no poder echarles una mano. Hemos tenido que aprender a ayudarnos casi sin vernos.
La imaginación se dispara y surgen actividades para hacer en grupo en el mundo virtual. Y eso funciona. Cada uno se exprime para ver qué puede aportar que aligere el confinamiento de los demás, sobre todo de los niños. Yo aportaré estos días lecturas de cuentos y poemas para los niños.

Comienzo con un cuento de María Elena Walsh que espero que los niños de cuatro y más años puedan disfrutar.

 

Coincidencia

Fueron todos mis amigos. Pero había mucha más gente porque la funeraria se equivocó y en el tablero figuraban mi velatorio y el de un importante funcionario del gobierno en la misma sala. Lamenté mucho no poder verles la cara a las relaciones del importante funcionario cuando en la sala comenzaron a sonar los acordes de “La Internacional”.

La castanyera

La castanyera que había en mi pueblo cuando llegué hace casi cuarenta años, era una señora que tenía unos cuantos castaños y los cosechaba para asar los frutos durante el otoño. En general los consumía antes de que terminara la temporada y entonces compraba los que necesitaba. El oficio de torrar castanyes era una pequeña ayuda en su dura vida de pagesa que compartía con su marido desde que ambos eran muy jóvenes. Murió hace unos años con 95 noviembres a sus espaldas, encorvada más por la azada que por los noviembres. Estuvimos sin castanyera en el pueblo durante dos años hasta que varios amigos convencimos a Margarita de que aprovechara el otoño para vender castañas y así tener una faena extra que no le vendría nada mal. Margarita vende ahora castañas y boniatos como siempre se ha hecho y también mazorcas de maíz, como nunca se ha hecho. Y entre el humo del lento fuego que ahora tiene un nuevo perfume, se la oye cantar muy suave:
«De ti nací y a ti vuelvo,
arcilla, vaso de barro.
Con mi muerte yazgo en ti,
en tu polvo enamorado.»

Mis nietos saben que cuando llega el otoño, la tradición es comer castañas, boniatos… y choclos. Les encantan. Ellos respetan la tradición.

El folio

Mario acaba el relato preguntándose si alguna vez lo comenzó. La obra transmite tanta tristeza como sólo un excelente escritor podría expresar. El drama pugna por escapar del papel como si su intensidad no cupiera en él. Los personajes compiten por un protagonismo que llega tardíamente aumentando poco a poco una tensión que parece respirarse y que no se acaba con la perfecta resolución del conflicto planteado.
En su despacho se han ido amontonando botellas vacías de agua mineral, la que consume desde que dejó de beber, envoltorios de regaliz, el que consume desde que dejó de fumar y ese olor a nada en la cocina que se acumula desde que lo dejó su mujer. El desorden en su lugar de trabajo refleja el tesón que Mario ha puesto en su tarea. Han sido años completando folios con miles de palabras, buscando sinónimos, ritmo en las frases, giros idiomáticos, trabajando hora tras hora sentado frente a su escritorio llenando la papelera de hojas arrugadas, combatiendo el sueño y la desesperación. Ahora finalmente sabe que ha completado su obra magna, la que lo consagrará como escritor.
Mario respira profundamente, sonríe y contempla una vez más el folio, lo dobla cuidadosamente, lo ensobra, anota la dirección del concurso y pega el sello.
En el sobre  la inmaculada hoja en blanco viajará triunfal hacia el premio.