En los años de humo y de hollín perdió la noción del camino. Ahora regresa al bosque por un sendero oculto tras las zarzas y el olvido. Será de noche cuando el arroyo cante la canción que oyó en su infancia. Será de noche y no estará solo. Habrá grillos, luciérnagas, ruiseñores y un combate de pieles que descubran el amor. Pero no hay nadie en el claro donde los besos de un muchacho hoy tiemblan en la memoria del viejo. Allí solo está la luna que parece trepar por el silencio.
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Umbrales
Se confunde el umbral de aquella casa encantada con el de tu cuerpo cubierto por una sábana con rayas rojas y azules. Pero el umbral de tu cuerpo no tiene ahora color posible ni tan siquiera el de esa sábana cuyas rayas ya no son rojas y azules. Son transparentes. Son incoloras. Casi no son. Entonces me decido a buscar otros colores pero no encuentro con qué crearlos. Ni luz ni pigmentos ni sombras. En el umbral de tu cuerpo espera una figurita de barro. Como en aquella casa encantada. El umbral de la casa encantada y tu cuerpo se apagan en el incomprensible mar de mi pobre cerebro castigado. Y yo debo huir de mis serpientes. Distraerlas. Apagar las pocas luces que quedan para que desaparezcan. Una vez lo logré. Fue hace mucho tiempo. Llovía. De golpe la lluvia se hizo torrencial y apagó los colores y con ellos desaparecieron las serpientes. Pero siempre vuelven. Y cuando vuelven yo estoy perdido en este mar sin colores y sin peces. Un mar apagado y viscoso en el que de nada sirve nadar. Prefiero quedarme quieto y esperar esa ola inmensa que arrastra todo y todo lo mezcla. Me acostumbro a ver dentro de esa amalgama de cosas caras como las del gato negro de ayer, el de la panadería. Ahí está y parece que sonríe aunque los gatos nunca sonríen. Me está mirando y sé que piensa que él es mejor que yo. Él es dios y yo ni siquiera un perro. Me da miedo ese gato y me voy. Pero es difícil encontrar la puerta por la que salir de ese mar. Y entonces veo el umbral que nuevamente se confunde con el de tu cuerpo cubierto por una sábana con rayas rojas y azules.
Bandera
El prócer se dispone a mancillar la belleza de los colores inventando una bandera. También mancillará la inocencia del viento cuando la enarbole en esa plaza que cree suya. Mancillará la sangre que derramó el soldado cuando envuelva su cuerpo en ese trapo pintado. Y así, paso a paso irá construyendo el relato.
El poema
Tendió el poema al claro de una luna de agosto. La piel de la tierra aún tenía el calor de la tarde y el poema se estiró sabiendo de su latir cuando las estrofas tapizaban la cama triste, la de la lágrima y el suspiro, la del tiempo que nunca le devolvió nada. Y así, con los versos desgajados el jilguero dejó el canto en la rama y fue muriendo junto a aquella voz que lo miraba, sorprendido y sin saber el curso de las respuestas.
La hora ocre
En otoño es la hora en que la tarde comienza a hacerse ocre. Él se sienta en el banco que descansa bajo el plátano grande. La plaza lo ve llegar con el termo, el mate y los bizcochitos que compra en la panadería más vieja del barrio, la de los muebles modernistas. Le gusta ver jugar a los niños en los columpios cuando salen del colegio. Ellos suben y bajan y él los mira mientras teje recuerdos. Como en los sueños las imágenes se aceleran, cambian de color y él es uno de esos niños cuando eran pibes con guardapolvos blancos.
La mamá de una niña que se llama Sara casi siempre se sienta en silencio a su lado. Es una señora que parece estar más triste que él. Y más sola. Una tarde ella susurra: «Mi compañera era uruguaya y también tomaba mate». Él le ceba uno y ella dibuja una pequeña sonrisa en su labio inferior.
Desde aquel día él comienza a esperar la hora ocre de la tarde no sólo para encontrarse con sus recuerdos.
Ella se sienta a su lado dibujando la pequeña sonrisa y coge el mate que él le ceba. Sara sale del colegio, los saluda y se va a los columpios. Hablan poco y cada vez con menos pena. Hasta los tiempos se acomodan bien: el mate comienza a aguarse y estar frío cuando llega el momento de volver a casa.
Meses después ambos piensan que la felicidad no es más que las pequeñas tristezas que se esfuman.